25.10.06

LA MAGIA Y LA ARTESANÍA: OFICIOS COMPARTIDOS POR EL ESCRITOR


En la primera página del libro “Ojos para oír”, con el que participé en la sección cuentos, anoté como epígrafe: “Tanto es el valor de la palabra que Dios y Verbo comparten el mismo ámbito semántico”. A partir de ese aserto, deseo compartir con ustedes algunas reflexiones, basadas en el oficio literario, que si bien parece inclinarse a ratos hacia el lado de la magia, también puede verse sesgado en dirección a las vertientes de la labor artesanal.

La palabra ha sido compañera del hombre desde siempre, o al menos desde que se otorgó un lugar en la cima de la creación. Sin palabra perderíamos calidad humana, de eso no hay dudas. Cada vez que meditamos sobre las grandes crisis que agobian al mundo, enseguida percibimos que la mayoría de las veces se fundan en el menoscabo de nuestra posibilidad de comunicarnos.

Como seres pensantes, nos asiste el derecho de la palabra, sí, pero también el deber de ejercerla. La mudez como estado, si no es agresión, es renuncia, y será innatural siempre cuando se adopte como forma de vida.

El hombre primitivo no salió de las cavernas porque se vistió mejor, o porque se hizo más fuerte, o porque aprendió a variar su dieta. Abandonó la cueva el mismo día en que se decidió a plasmar sus ideas en las paredes que lo cercaban como una matriz incubadora. Allí, con el humo de sus teas, con los barnices de las rocas, tatuó sus manos en los muros para dar una idea de su tamaño y de su fuerza; bosquejó escenas lúbricas para atestiguar cuánto placer había alcanzado; le rindió culto a Dios, o simplemente pintó ciervos para hablarle a otros de la caza abundante.

Sea cual fuere su propósito, aquellos primeros grafitis no eran otra cosa que pronombres personales rubricados a fuego, testimonios vivos de su existencia, intentos desesperados por ganar la inmortalidad. Y lo logró, aunque sin saberlo, porque cuando nuestro lejano antecesor aprendió a representarse él mismo mientras emboscaba a su presa, ignoraba que estaba dando el paso más grande en su evolución: en efecto, había capturado el significado en las redes eternas del significante.

Aún hoy, en el presente, son muchos los que ignoran el valor de la palabra. Incluso, a quienes hacemos sacrificios en sus altares se nos escapan a veces todas las motivaciones que se ocultan detrás de una frase. Así, por ejemplo, cuando se nos formulan esas preguntas predeterminadas que todos hemos oído, entre las que destacan: “¿por qué escribes?”, “¿cómo lo haces?”, “¿para qué lo haces?”, simulamos tener respuestas automáticas, si bien carecemos de ellas.

Es que si pudiéramos encasillar este oficio en unas pocas palabras, cuántas recetas no se venderían por allí, explicando la mezcla justa para hacer un novelista, describiendo los ingredientes necesarios para moldear un cuentista, exponiendo los sabores que entran en juego para fabricar un dramaturgo, o determinando cuánto tiempo hay que esperar para que en la puerta del horno no se nos queme un poeta.

Qué oficio este, que exige soledad pero que llama a las multitudes; que nos pide silencios a la hora de explicar mejor las cosas, o que nos pide fabricar imágenes nuevas con el fin de decir lo mismo que ha estado diciendo la humanidad desde sus primeros amaneceres, y aún así todos los que escribimos pretendemos que estamos expresando algo nuevo.

En literatura, después de una vida dedicada a decir cosas mediante palabras, son precisamente palabras las que nos faltan para decirnos, de verdad de verdad, por qué lo hacemos. Sin embargo, como hay que ser muy tercos para atrevernos a escribir, también quiero ser terco a la hora de intentar contarles a ustedes las razones por las que abrazamos esta forma de vida.

En primer lugar, creo firmemente que el escritor ya nace con un atisbo de predisposición para este ejercicio; pero, cuidado, porque en verdad es solo un atisbo, tan frágil como un recién nacido, incapaz de sobrevivir por mucho tiempo a los embates de un medio adverso. Es más, algo me dice que todos nacemos con esa provisión natural de talento, pero la mayoría lo verá sucumbir ante las inclemencias del medio en que se desenvuelva.

En mi caso particular, provengo de una familia de agricultores, que a su vez provenía de otras familias dedicadas al cultivo de la tierra; crecí en un ambiente poco amigable con las actividades intelectuales que se apartaran de los afanes rústicos, en particular en la región oriental de mi provincia chiricana, donde las enfermedades endémicas y el hambre suelen concertar citas con la pobreza y el analfabetismo para danzar vistosos bailes de salón.

Mi predisposición natural para la observación y la comunicación en doble vía, requisitos indispensables para quien piensa escribir en un contexto artístico, tenían todas las de perder en ese medio. Sin embargo, y quiero subrayar cuán frágiles pero esenciales son los mecanismos que se ponen en juego en estos procesos, tuve la fortuna de contar con un padre que de vez en cuando se erguía en medio de los surcos para retarme a que le dijera el significado de tal o cual palabra sacada de sus lejanas lecturas o, como también ocurría, entregarme una piedra labrada siglos atrás por hombres primitivos, y luego pedirme que elaborara las teorías posibles para que esa piedra hubiese llegado hasta allí, en ese punto específico de la sabana o de las colinas.

Para no dejarme vencer por aquel hombre, en cuya sombra hallaba oportuno cobijo del sol despiadado, me vi obligado tantas veces a inventar un cuento, o muchos cuentos que él aprobaba o desaprobaba mediante otras teorías que, bien vistas, no eran más que puros cuentos. Al regresar a casa, estaba una madre que no cedía ante el agobio de las tareas domésticas, para encontrar la manera de asegurarse que, al menos, yo supiera escribir mi nombre. Y al caer la noche, de nuevo la voz paternal insistía en hilvanar lecturas fragmentarias que hablaban de un chiquillo con dimensiones de héroe, llamado Tom Sawyer; de un héroe con atributos divinos, llamado Edmundo Dantés, o de un ubicuo guerrero criollo que iba dejando tesoros enterrados en los antiguos campos de batalla, al que solo le conocía el nombre: Victoriano.

Por eso aprendí a escribir muy pronto, porque había cosas que quería contar y no había tiempo para dejarlo en boca de la oralidad; escribir fue una manera de asegurarme que lo que tuviera que decir, quedase guardado para siempre.

Después vendrían otros textos, la escuela elemental con sus promesas de enseñarme el mundo, de decirme cómo crecer, de revelarnos la historia y de mostrarnos para qué servían los números cuando en complicados rituales se ponían unos al lado de los otros. Y junto a los textos, los maestros, tan sabios siempre, tan comprensivos todo el tiempo.

Ya lo he dicho antes y lo repito ahora: jamás tuve un mal maestro; desde la escuela rural hasta el claustro universitario, los que no eran sabios portentosos, eran brujos capaces de entonar ensalmos que enflaquecían en un santiamén las más robustas ignorancias. Ellos me enseñaron lecciones que hasta el día de hoy no han perdido vigencia, y me impulsaron a tratar de emularlos con el mayor respeto.

Escribir, entonces, requiere de una dosis innata, que es fundamental pero muy frágil, la que exige estímulos oportunos y precisos. Un padre o una madre a quienes no les importe el conocimiento, ni lo valoren, son más eficaces a la hora de destruir ese talento natural que todo el ambiente que rodee a una persona, por más nefasto que pueda ser. Y en ese mismo punto, un educador o una educadora que se desentienda de su papel modelador en la conciencia y en el actuar de sus discípulos, puede ser veneno puro para las generaciones bajo su responsabilidad.

La otra interrogante es aquella que nos plantea cuál es el beneficio del trabajo literario, si es que hay uno. En verdad hay muchos: si el escritor se dedica a esto en busca de fama o de fortuna, quizás las halle, pero también puede verse arruinado. Si pretende encontrar un modo de vida, a lo mejor lo alcance, pero no se le promete. Si quiere ser chamán reverenciado por la tribu, tal vez lo reverencien, pero de igual modo corre el riesgo de que lo linchen.

Escribir tiene una fuerte relación con la necesidad humana de perpetuarse. En la misma medida en que buscamos trascender en nuestros hijos, el libro nos ofrece trascender en el tiempo. Ojos que aún no han sido concebidos leerán nuestras páginas cuando las brisas hayan hecho de nuestros huesos partículas cósmicas, y harán que nuestros personajes cobren vida en una época que aún no soñamos, al igual que las teorías que ahora elucubramos serán objeto de debates en tertulias que aún no conocen fechas.

En fin, escribir es alargar nuestra mano y obtener el privilegio de tocar el futuro y es, en la lectura como su contraparte, la oportunidad de mirar atrás y alcanzar con la vista el más remoto horizonte. La literatura es una manifestación palpable de nuestra condición humana, de nuestra proeza de salirnos de las etapas primitivas en la caverna matriz, y hacer constar que somos capaces de armar nuestro destino, de meditar en él y en sus posibilidades.

Concursos como el Ricardo Miró son el escenario al que se nos convoca periódicamente para ejercitarnos en el oficio y en el arte de las letras; es un modo de incentivar la memoria de la nación como se concibe en sus textos; es la oportunidad para someter nuestro quehacer a otros ojos, a otras memorias, y basarnos en tal evaluación para ensayar nuevos rumbos o para reafirmar el que ya marcamos.

El Estado panameño, a través del Instituto Nacional de Cultura, refuerza con esta acción, que ojalá alcanzara más profundamente a la sociedad panameña, a sus instituciones, a sus ciudadanos, un aspecto que es propio de toda nación que se precie de ser libre y soberana: su identidad, su cultura, sus valores.

Nuestra sociedad afronta hoy una crisis integral, y nuestros jóvenes son arrastrados en un porcentaje doloroso hacia las conductas viscerales más reñidas con la condición humana. Una de las causas principales de esa conducta, es que no se les ha dado otras opciones.

Pido al Estado, al Gobierno, que incremente las actividades de fomento a la cultura, en todos los niveles, que procure atraer a los niños y a las niñas a esas diversas instancias, que promueva valores a través de las manifestaciones culturales, que dé estímulos a los que enseñan, a los que propagan la fe en lo que somos y en lo que podemos ser, y que por ningún motivo ceda a las voces pesimistas que hoy piden que un Premio Nacional como el Ricardo Miró reciba un respaldo económico menos sustancial que el que le reconoce la ley vigente.

A propósito del Estado, hasta ahora, todas las acciones que buscan enfrentar la violencia juvenil que se han dado a conocer, hablan de componentes básicos para la prevención, destacando factores como el deporte y el entretenimiento, pero nunca se habla de lecturas, de dejar al niño aproximarse a esa puerta siempre abierta y prometedora que es el libro.

En mis quehaceres diarios, junto a promotores irremplazables en este país, entre los que menciono a Ricardo Arturo Ríos Torres y al Círculo de Lectura Guillermo Andreve; a Enrique Jaramillo Levi y el sinfín de actividades que desempeña desde la Asociación de Escritores de Panamá y de la Universidad Tecnológica; a Rose Marie Tapia y a la constancia de los miembros del Grupo Letras de Fuego, y tantos otros hombres y mujeres nobles que prestigian y proyectan el oficio de escribir, junto a ellos he comprobado una y otra vez que la literatura toca vidas, que la literatura cambia vidas, que la literatura salva vidas.

Es por eso que desde esta tribuna proclamo la fuerza transformadora de la lectura, y pido que el texto escrito y todo lo que ello implica sean adoptados por el Gobierno Nacional como estrategias de prevención y de edificación eficaces en las políticas de salvación nacional que son esenciales en estos momentos.

Un libro no te llena el vientre si tienes hambre, pero sí te dice cómo podrás llenarlo; un libro no te hace inmune a las armas de la violencia, pero hace que tu corazón no sea violento; un libro no te hace rico, pero te hace sentir como si lo fueras, además de darte la libertad que te niegan las riquezas materiales; un libro no te hace famoso, pero te permite reírte de la fatuidad que nimba a algunos famosos; un libro no elimina a las drogas, pero sí elimina la necesidad de ellas; un libro no hace la paz, pero te enseña a vivir en paz; un libro no es dios, pero te deja hablar con Dios.

Es necesario, urgente, que esta acción sea acompañada desde los hogares, por los padres, y desde la escuela, por los maestros; al igual que debe ser reforzada por una acción constante y consciente de los medios de comunicación, los que deben comprometerse a mostrar no solo sangre, no solo corrupción, no solo villanías; deben abandonar la práctica de hacer héroes populares a los pillos, y en cambio dar oportunidad a que también se propaguen las imágenes de trabajo, de honor, de compromiso, de paz, que al fin y al cabo son mayoritarias.

Necesitamos con urgencia que esos medios declaren muerta la fatal convicción de que las buenas noticias no son noticia, y emprendan campañas para permitir que los jóvenes que honran su época, también hallen cabida en los titulares.

Saludo con un abrazo fraternal a todos los que participaron en esta justa literaria y afirmo mi fe en que el trabajo que realizamos es noble y debe ser cultivado con mayor entusiasmo para someterlo en el momento oportuno a otras evaluaciones.

A los hermanos en la literatura que han compartido conmigo las preseas que otorga el certamen (Celestino Araúz, Mireya Hernández, José Carr), les extiendo mi mano en señal de felicitación, renovando nuestro compromiso con la palabra.

A los señores del jurado en cada una de las secciones, les agradezco el trabajo arduo que han cumplido, y en el cual tantas veces yo mismo me he visto inmerso. Saludo, en particular, a los jurados internacionales, para quienes esta misión ha significado una convivencia con las arterias más profundas de nuestra realidad social y los invito para que cada vez que piensen en Panamá, la visualicen como esa tierra cálida que les entregó los sueños más privados de un puñado de sus hijos y de sus hijas, quienes desde sus letras aspiran a conformar un mundo menos absurdo, sin brechas, sin muros, sin luchas inútiles, sin llantos de hambre o de amargura, sin tanta enfermedad, sin tanto egoísmo y con menos soledad al acecho.

Y a ese público noble, integrado por amigos, por familiares, por cómplices confesos del quehacer cultural, recuerden que pronto estaremos ofreciéndoles una parte esencial de nuestra sangre, que sangre nuestra al fin y al cabo son esos libros que hoy aquí se están premiando, y que como sangre habrán de impregnar también a sus lectores para extender más allá de nuestros horizontes próximos la palabra vital, esa mágica prueba de que estamos vivos y de que por encima de cualquier alarde fatuo, nuestro máximo galardón es el de llamarnos humanos, simplemente humanos que disfrutamos la sacrosanta posesión de la palabra.